Acostumbrados a la conquista de las calles por parte de paquetes estéticos de la mayoría de marcas (M, S-line, N line, R-line y varias letras más), quizás olvidemos que hubo un tiempo en que no todo era así. Antaño existían argumentos más allá de las impresiones estéticas que se camuflaban bajo anodinos capós; motores variados y a veces, tan poco justificados como maravillosos.
Los inicios del siglo XX fueron testigos de un afán por explorar disposiciones mecánicas distintas -que no necesariamente mejores-, y si hubo una marca que destacara en ello, sin duda fue el grupo Volkswagen. De entre todas sus creaciones, hoy toca hablar del W8 que albergó el Passat, convirtiéndolo en (efectivamente) el VW Passat W8 (B5).
El Passat W8 nació en la senda iniciada por los motores VR de V estrecha y de su superposición, denominada W, que encontró su máximo exponente en el Bugatti EB218 del que ya hablamos por aquí en este artículo. El capricho y la visión de Ferdinand Piëch nos regaló un bloque de ocho cilindros formado por dos de esas V4 estrechas formando un ángulo de 72º y consiguiendo un cubicaje total de cuatro litros. Gracias a lo compacto de las dos bancadas, el W8 de 190 kg, enteramente de aluminio, entraba sin mayores problemas en el vano motor del Passat B5 de manera longitudinal.
Con una larga lista de artificios e innovaciones técnicas, este propulsor tope de gama conseguía entregar lo que el potencial comprador de una berlina sobremotorizada requería en el 2001: gran caballaje, par desde abajo sin desmayo y un consumo de combustible suficiente para financiar los estudios del hijo del gasolinero.
Pero como rezaba aquel anuncio, la potencia sin control no sirve de nada. Sabedores de ello, los 275 CV y 370 Nm de par máximo que entregaba eran bajados al suelo a través de un sistema de tracción total 4Motion con diferencial central Torsen de control electrónico, enviando en circunstancias normales la potencia 50:50 entre ambos ejes. El conductor se encargaba de jugar con estos elementos a través de dos opciones de caja de cambios; una automática Tiptronic de 5 velocidades y -atentos- una manual de seis marchas que, en nuestro mercado, solo estuvo disponible a partir de 2003.
El Passat W8, ya fuera en su versión berlina o familiar, conseguía batir el 0-100 en 6,5 segundos con la caja manual (versus los pobres 7,8 del Tiptronic) y estaba limitado electrónicamente a 250 km/h. Unas cifras que poca competencia encontraban en berlinas generalistas y para las que habíamos de escalar a marcas premium para encontrar algo similar en motorizaciones menos “peculiares”, en su mayoría de menor cubicaje.
Sin embargo, el signo distintivo del Passat W8 era quizás esa apariencia anodina y apenas separada de sus hermanos de gama; lo que en Sexta Marcha llamamos la “sleeperidad” o ser, básicamente, un lobo con piel de cordero. Unas simples insignias de W8, cuatro salidas de escape y unas llantas BBS Madras en 17 modestas pulgadas eran los únicos rasgos distintivos del top de la berlina alemana, casi invisible para el ojo poco entrenado.
A nosotros, como petrolheads irremediablemente románticos que somos, nos gustan los coches que son como las buenas personas; sin alardes por fuera, pero con un bonito interior y un gran corazón. Quizás, justo por eso, el Passat W8 nos gusta tanto. Capaz de bramar cuando alza la voz ronca de sus 8 cilindros y sostenerte en un tranquilo viaje en uno de sus butacones a altas velocidades de crucero (que me perdone la DGT) es la representación del sleeper Bauhaus de principios de siglo que no volverá.
Después de apenas 11000 unidades fabricadas de 2001 a 2004, el Passat W8 nunca rellenó del todo esa alternativa a las berlinas premium potentes. Aportaba un toque poco diferencial que no justificaba un alto precio (48000€ de base), que subía rápidamente al añadir extras como las butacas Recaro (unos 4000€) o el navegador a color (unos 3600) y cuyos consumos distaban de ser comedidos; 9,5l carretera / 19,4l urbano/ 13,1l mixto en ciclo NEDC.
Aun así, este aparato se redimió sirviendo como perfecta plataforma de desarrollo y, sobre todo, creando ese poso de deseo en la mente de los más "quemados". Pasados los años, no nos importa demasiado si subvira en exceso, sufre de un mal reparto de masas o no es todo lo deportivo que uno espera. Tendríamos uno sin dudarlo.